En el imaginario colectivo, Chile es un país de imponentes paisajes naturales. Sin embargo, oculta una herida profunda y tóxica: las llamadas «Zonas de Sacrificio». Este término, tan crudo como descriptivo, se refiere a territorios donde se ha permitido la concentración masiva de industrias altamente contaminantes, sacrificando el bienestar de sus comunidades y ecosistemas en nombre de un modelo de desarrollo económico desequilibrado.

Estas zonas, como Quintero-Puchuncaví, Coronel o Tocopilla, son el resultado de décadas de decisiones que priorizaron el crecimiento industrial sobre la protección ambiental y la salud humana. En ellas, conviven gigantescas termoeléctricas a carbón, fundiciones de cobre, refinerías de petróleo y complejos petroquímicos. El costo de esta actividad desregulada ha sido catastrófico. El aire, el agua y la tierra se han envenenado de forma prácticamente irreversible, cargándose con metales pesados, dióxido de azufre y otras emisiones tóxicas que superan constantemente toda norma internacional.
Las consecuencias para los habitantes son devastadoras y se manifiestan como una crisis silenciosa y permanente. Las intoxicaciones masivas, especialmente en niños y ancianos, son recurrentes. Las enfermedades respiratorias crónicas, el cáncer y las afecciones cutáneas tienen una prevalencia alarmantemente superior al resto del país. Más allá de la salud física, el daño es social y psicológico: las comunidades viven en un estado de alerta constante, privadas del simple derecho a respirar aire limpio, ver el cielo despejado o disfrutar de su entorno sin miedo. Se trata de una profunda vulneración de los derechos humanos fundamentales.
Frente a este panorama, la solución requiere un cambio de paradigma radical. No basta con pequeños ajustes; se necesita una transformación estructural. Es imperativa una transición energética justa que reemplace las fuentes contaminantes por energías renovables, cerrando progresivamente las termoeléctricas a carbón, petróleo y gas.
Crucialmente, cualquier solución debe ser diseñada e implementada con la participación activa de las comunidades afectadas, quienes han llevado la peor parte y son guardianes de su propio destino. La reparación del daño ambiental y la implementación de sistemas de monitoreo independientes y transparentes son pasos esenciales para comenzar a sanar estas tierras.
En esencia, superar la realidad de las Zonas de Sacrificio es el desafío más claro de Chile para construir un futuro genuinamente sostenible, donde el progreso no signifique aniquilar el entorno y la salud de su gente, sino convivir en armonía con ellos.